Eduardo Domezáin Fernández murió el 17 de septiembre de 2008 tras luchar dos años y medio contra una leucemia linfoblástica aguda. Amante de la literatura fantástica, esperaba con fervor la publicación de los tres últimos libros de la saga “Canción de Hielo y Fuego”. Su publicación no llegó a tiempo. Lo que llegó fue otra historia, real y apasionante. Su lucha contra el cáncer y cómo consiguió concienciar a 1600 jóvenes navarros para hacerse donante de médula.
Eduardo supo que algo no iba bien. No tenía apetito y sentía que su estómago se le rebelaba. Llevaba cinco días en Kiev debido a la boda de un tío suyo. Habían estado todo el día fuera, yendo de un sitio a otro y probando platos típicos. Él, amante de la comida casera de su madre, había optado por comer sólo aquello cuya apariencia fuese la tradicional. Estaría enfriado, o tal vez sufriera una anemia debido a lo poco que había comido.
No probó el desayuno y en el aeropuerto, justo antes de subir al avión, la rebelión estomacal se convirtió en náusea y arcadas. Su madre, Gloria, achacó el malestar de Eduardo a un enfriamiento y a lo poco que había comido durante su estancia allí. Los servicios médicos del aeropuerto –un vehículo militar y una ambulancia cochambrosa- aparecieron en la pista para darle auxilio. Ninguno de los que acudieron hablaban castellano o inglés, haciendo la comunicación imposible. Por fortuna un militar español, que hablaba ucraniano, intermedió entre la pintoresca comitiva y Eduardo y su madre. El joven, que acababa de entrar en la veintena, tomó una pastilla administrada por el personal de la ambulancia y subió al avión con su madre. Se empezó a encontrar mejor.
En el viaje de vuelta fue todo bien. Eduardo había recobrado el apetito y el ánimo. Amante del debate y la polémica, estuvo hablando todo el viaje en coche desde Madrid a Pamplona. Hablaron sobre la Iglesia Ortodoxa –Eduardo era creyente- y la situación política después del comunismo en el este. “Él disfrutaba con la conversación y razonaba de una manera muy lógica” recuerda Gloria. Aunque llegó con algo de fiebre a casa, todo parecía indicar como culpable a un enfriamiento y la tensión del viaje.
Eduardo no era un chico enfermizo. Delgado y espigado de adolescente, de piel blanca y suave, tenía una salud de hierro. De pequeño se quejaba a su madre porque él nunca se ponía malo para quedarse en casa. Aunque muy inteligente –tenía un cociente intelectual de 142, muy por encima de la media- el colegio le ofrecía pocos alicientes. Prefería devorar libros en casa. Desde dinosaurios, en sus inicios, hasta sagas fantásticas como “Canción de Hielo y Fuego”.
Esa pasión por las letras comenzó bien pronto. Niño precoz, aprendió el abecedario con dos años de manera instintiva. “Era muy observador, se quedaba con los detalles y calaba muy bien a la gente” rememora Gloria. Aunque también hacía gala de un gran mundo interior. Mientras sus compañeros de colegio, con cuatro y cinco años, jugaban con cochecitos, él prefería “pensar en sus cosas”. La gente lo recuerdo como un niño tímido y ensimismado.
No fue un estudiante ejemplar, jamás le obsesionó sacar grandes notas ni tampoco se las exigieron en casa. Su hermano Roberto, gran prematuro –nació en el límite entre aborto y feto-, tuvo que luchar durante sus seis primeros años de vida con un mundo al que había llegado demasiado pronto. Sus padres se volcaron con el pequeño, sabiendo que Eduardo no tendría problemas para salir adelante.
No se equivocaron, y cuando logró terminar el colegio entró en el ESIC para estudiar Marketing. Supo que quería estudiar eso desde principio del bachiller –por diferentes circunstancias tardó tres años en sacarse los dos cursos-, ya que reunía las características necesarias: planificación, estrategia –le gustaba mucho jugar a los juegos de mesa-, pasión –cuando un tema le gustaba, era insaciable- y cierto espíritu polémico. Marcos de Benito, de 24 años y amigo íntimo, aun recuerda la que lió Eduardo en su clase con un trabajo sobre el aborto. “Le encantaba provocar” recuerda con un sonrisa. “Era un tío auténtico” lo describe su madre.
No probó el desayuno y en el aeropuerto, justo antes de subir al avión, la rebelión estomacal se convirtió en náusea y arcadas. Su madre, Gloria, achacó el malestar de Eduardo a un enfriamiento y a lo poco que había comido durante su estancia allí. Los servicios médicos del aeropuerto –un vehículo militar y una ambulancia cochambrosa- aparecieron en la pista para darle auxilio. Ninguno de los que acudieron hablaban castellano o inglés, haciendo la comunicación imposible. Por fortuna un militar español, que hablaba ucraniano, intermedió entre la pintoresca comitiva y Eduardo y su madre. El joven, que acababa de entrar en la veintena, tomó una pastilla administrada por el personal de la ambulancia y subió al avión con su madre. Se empezó a encontrar mejor.
En el viaje de vuelta fue todo bien. Eduardo había recobrado el apetito y el ánimo. Amante del debate y la polémica, estuvo hablando todo el viaje en coche desde Madrid a Pamplona. Hablaron sobre la Iglesia Ortodoxa –Eduardo era creyente- y la situación política después del comunismo en el este. “Él disfrutaba con la conversación y razonaba de una manera muy lógica” recuerda Gloria. Aunque llegó con algo de fiebre a casa, todo parecía indicar como culpable a un enfriamiento y la tensión del viaje.
Eduardo no era un chico enfermizo. Delgado y espigado de adolescente, de piel blanca y suave, tenía una salud de hierro. De pequeño se quejaba a su madre porque él nunca se ponía malo para quedarse en casa. Aunque muy inteligente –tenía un cociente intelectual de 142, muy por encima de la media- el colegio le ofrecía pocos alicientes. Prefería devorar libros en casa. Desde dinosaurios, en sus inicios, hasta sagas fantásticas como “Canción de Hielo y Fuego”.
Esa pasión por las letras comenzó bien pronto. Niño precoz, aprendió el abecedario con dos años de manera instintiva. “Era muy observador, se quedaba con los detalles y calaba muy bien a la gente” rememora Gloria. Aunque también hacía gala de un gran mundo interior. Mientras sus compañeros de colegio, con cuatro y cinco años, jugaban con cochecitos, él prefería “pensar en sus cosas”. La gente lo recuerdo como un niño tímido y ensimismado.
No fue un estudiante ejemplar, jamás le obsesionó sacar grandes notas ni tampoco se las exigieron en casa. Su hermano Roberto, gran prematuro –nació en el límite entre aborto y feto-, tuvo que luchar durante sus seis primeros años de vida con un mundo al que había llegado demasiado pronto. Sus padres se volcaron con el pequeño, sabiendo que Eduardo no tendría problemas para salir adelante.
No se equivocaron, y cuando logró terminar el colegio entró en el ESIC para estudiar Marketing. Supo que quería estudiar eso desde principio del bachiller –por diferentes circunstancias tardó tres años en sacarse los dos cursos-, ya que reunía las características necesarias: planificación, estrategia –le gustaba mucho jugar a los juegos de mesa-, pasión –cuando un tema le gustaba, era insaciable- y cierto espíritu polémico. Marcos de Benito, de 24 años y amigo íntimo, aun recuerda la que lió Eduardo en su clase con un trabajo sobre el aborto. “Le encantaba provocar” recuerda con un sonrisa. “Era un tío auténtico” lo describe su madre.
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