El día siguiente de su retorno de Ucrania la fiebre persistía. Un pobre 37,2, pero suficiente para alertar a Gloria. Aprovechando la cercanía del centro de salud de Iturrama, conminó a su hijo a que fuera bajando para encontrarse allí con él. Sin embargo, cuando bajó un rato después, se lo encontró en la puerta. “Han dicho que tengo apendicitis” le comentó. Insatisfechos por el diagnóstico, acudieron a las urgencias del Hospital de Navarra. Lo que el médico había palpado como un reflejo del apéndice inflamado, era el bazo a punto de estallar.
Eduardo sin embargo no se dejó doblegar. En el Hospital le diagnosticaron anemia, y le avisaron de que le iban a ingresar para hacerle más pruebas. Con una vía en el brazo, logró convencer a su médico para que le dejara volver a su casa para prepararse para el ingreso. Debía recoger su mp3, algún libro y avisar a sus amigos. Poco después de volver para ingresar, el facultativo habló con sus padres en un aparte: Eduardo tenía leucemia. Comenzaba así un largo y agrio camino. Con todo el joven se resistía a caer en el pesimismo. Su madre recuerda como al poco de saber el diagnóstico fue a ver a su hijo, que desconocía su enfermedad. Eduardo, que gozaba de un instinto afinado intentó animar a su madre: “mamá, si te pones así porque tengo anemia, imagínate como te pondrías si tuviese cáncer o leucemia”.
Cuando Eduardo volvió de recoger las cosas, el día que le ingresaron la primera vez, sus amigos estaban en la puerta. Marcos de Benito, Guillermo Viteri y Miguel Galle habían acudido a su llamada. Y siguieron allí firmes durante su larga enfermedad. Forjaron su amistad en el salón de la casa de Eduardo, lugar habitual de reunión. Allí veían películas –no se perdían ningún estreno en el cine tampoco-, jugaban a juegos de mesa o simplemente charlaban. Como los cuatro mosqueteros, aunque diferentes, se hicieron amigos inseparables.
Marcos recuerda cuando Eduardo le llamó para comunicarle el diagnóstico. Al descolgar el teléfono oyó a su amigo llorando: “Marcos, tengo leucemia”. Fue uno de los pocos momentos de debilidad, ya que ahí comenzó su lucha titánica contra su propio cuerpo. Contó en todo momento con el apoyo de sus amigos, que durante dos años y medio no le dejaron ni un día solo. En los últimos meses procuraban que por las tardes Eduardo estuviese entretenido, organizándose para que siempre al menos uno pudiese estar con él en el hospital. “Por las mañana le aplicaban el tratamiento, le hacían pruebas y todo lo demás. Era por la tarde cuando volvía a ser Eduardo y disfrutar de la normalidad” explica Marcos.
La enfermedad de Eduardo acabó con su inquietud religiosa. Desde los 16 había asistido los domingos a misa, por propia iniciativa. No le acompañaba nadie. Pero la enfermedad era demasiado. Luchaba contra un enemigo real que viajaba por sus venas y habitaba en su sangre. Su madre también perdió su fe. “Yo creía que Dios era padre, justo y misericordioso, y no es así” explica Gloria.
En las navidades del 2006, Eduardo volvió a casa. Había respondido bien al tratamiento y tenía un 90 por ciento de posibilidades de salir adelante. Seguía haciendo planes y continuó asistiendo a clase cuando los controles se lo permitían. La quimioterapia le había dejado un secuela en su pierna de carácter nervioso, que le hacía andar con dificultad, dejando durante varios meses de hacer una vida tan normal como él deseaba. Aunque la secuela pasó, estaba debilitado por el tratamiento y la enfermedad, por lo que los amigos cada vez salían menos.
Eduardo sin embargo no se dejó doblegar. En el Hospital le diagnosticaron anemia, y le avisaron de que le iban a ingresar para hacerle más pruebas. Con una vía en el brazo, logró convencer a su médico para que le dejara volver a su casa para prepararse para el ingreso. Debía recoger su mp3, algún libro y avisar a sus amigos. Poco después de volver para ingresar, el facultativo habló con sus padres en un aparte: Eduardo tenía leucemia. Comenzaba así un largo y agrio camino. Con todo el joven se resistía a caer en el pesimismo. Su madre recuerda como al poco de saber el diagnóstico fue a ver a su hijo, que desconocía su enfermedad. Eduardo, que gozaba de un instinto afinado intentó animar a su madre: “mamá, si te pones así porque tengo anemia, imagínate como te pondrías si tuviese cáncer o leucemia”.
Cuando Eduardo volvió de recoger las cosas, el día que le ingresaron la primera vez, sus amigos estaban en la puerta. Marcos de Benito, Guillermo Viteri y Miguel Galle habían acudido a su llamada. Y siguieron allí firmes durante su larga enfermedad. Forjaron su amistad en el salón de la casa de Eduardo, lugar habitual de reunión. Allí veían películas –no se perdían ningún estreno en el cine tampoco-, jugaban a juegos de mesa o simplemente charlaban. Como los cuatro mosqueteros, aunque diferentes, se hicieron amigos inseparables.
Marcos recuerda cuando Eduardo le llamó para comunicarle el diagnóstico. Al descolgar el teléfono oyó a su amigo llorando: “Marcos, tengo leucemia”. Fue uno de los pocos momentos de debilidad, ya que ahí comenzó su lucha titánica contra su propio cuerpo. Contó en todo momento con el apoyo de sus amigos, que durante dos años y medio no le dejaron ni un día solo. En los últimos meses procuraban que por las tardes Eduardo estuviese entretenido, organizándose para que siempre al menos uno pudiese estar con él en el hospital. “Por las mañana le aplicaban el tratamiento, le hacían pruebas y todo lo demás. Era por la tarde cuando volvía a ser Eduardo y disfrutar de la normalidad” explica Marcos.
La enfermedad de Eduardo acabó con su inquietud religiosa. Desde los 16 había asistido los domingos a misa, por propia iniciativa. No le acompañaba nadie. Pero la enfermedad era demasiado. Luchaba contra un enemigo real que viajaba por sus venas y habitaba en su sangre. Su madre también perdió su fe. “Yo creía que Dios era padre, justo y misericordioso, y no es así” explica Gloria.
En las navidades del 2006, Eduardo volvió a casa. Había respondido bien al tratamiento y tenía un 90 por ciento de posibilidades de salir adelante. Seguía haciendo planes y continuó asistiendo a clase cuando los controles se lo permitían. La quimioterapia le había dejado un secuela en su pierna de carácter nervioso, que le hacía andar con dificultad, dejando durante varios meses de hacer una vida tan normal como él deseaba. Aunque la secuela pasó, estaba debilitado por el tratamiento y la enfermedad, por lo que los amigos cada vez salían menos.
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