Muchas veces pienso lo agradable que sería abrir lo que llamamos alma, abrirnos por dentro y ver la minuciosa maquinaria que nos da la vida día tras día. Me gustaría hacerme una radiografía y ver mi interior, ver como funciono con gráficos, colores, sensaciones. Me gustaría sumergirme en eso que llamamos espíritu, comprender las conexiones neuronales de mi cerebro y perderme una eternidad viendo el funcionamiento de mi ser. Desnudar mi alma y absorberla, mirarla bella y ajena, comprenderla. Por desgracia eso no es posible. Por muchos libros que leamos nunca veremos comparecer a nuestra alma. Por muchos libros de anatomía que estudie no comprenderé nunca porque amo a alguien.
Sólo podemos desnudar el alma mediante la expresión, la comunicación. Y por desgracia o por fortuna, es necesaria la comunicación con otros. Es el otro el espejo del alma. Nuestra incapacidad para un auto conocimiento profundo hace que dependamos del otro como dependemos del aire para respirar. No existe un espejito -virtual o mágico- que nos diga lo que queremos escuchar.
Supongo que lo que somos forma parte de lo inefable. Me hace gracia pensar como un filósofo, imponiendo mis dogmas materialistas, mi intransferible visión del mundo. No digo que el filósofo sea un dictador, ni que imponga. Pero lo cierto es que todo filósofo es amante de la Verdad. Y ningún buen amante minusvalora a su pareja ante los demás ni ante sí mismo.
El filósofo ve en su teoría el mundo entero a sus pies, fórmulas ontológicas y epistemológicas, fruto de su propio quehacer filosófico. Me imagino al bueno de Descartes sentado al lado de la estufa congratulándose por su descubrimiento –pienso, luego existo-. O al pobre Malebranche sufriendo intelectualmente la visita de Berkeley. Y más que intelectualmente. La visita del empirista inglés acabó con la vida del filósofo francés, en el que se conoce como el primer asesinato filosófico.
También pienso en el bueno de Gottlob Frege, reconociendo el error en su teoría sobre conjuntos como aquel al que le han quitado el suelo. Un jovencísimo Bertrand Russel había descubierto que su sistema sufría de una paradoja insalvable. El alemán, que había dedicado gran parte de su vida a ese trabajo, no se lo tomó mal. “Bueno, otros vendrán que me pongan un parqué nuevo” se dijo.
Wittgestein comprendió como nadie la importancia de la filosofía. De ese arrebato que nos envía con una pequeña lámpara a alumbrar el universo. De esa necesidad de buscar la Verdad. Porque ¿dónde aferrarnos? Incluso un escéptico se agarraba a la verdad de que no hay verdad. Dicen que Wittgestein mató dos veces a la filosofía -la primera diciendo que sobre el objeto de la filosofía no se puede hablar, y luego reduciendo el universo a palabras- y yo no lo creo.
Decir que la filosofía es superchería no es quitarla ese encanto mágico. Es simplemente un aviso. La filosofía podrá guiarnos con pasos firmes, pero no tendremos la certeza universal de una ecuación. La filosofía pasa a ser un sentimiento, incluso un instinto de gran belleza. La filosofía es guía para los demás y camino para nosotros.
El los otros me veo a mí, pero de manera imperfecta y distorsionada. En los ojos de la persona amada nos vemos de manera lejana, arropada por el calor o el frío de la persona que nos mira. Pero si buscamos nuestra alma es para completar nuestra soledad, radical soledad del que se sabe radicalmente diferente.
Sólo podemos desnudar el alma mediante la expresión, la comunicación. Y por desgracia o por fortuna, es necesaria la comunicación con otros. Es el otro el espejo del alma. Nuestra incapacidad para un auto conocimiento profundo hace que dependamos del otro como dependemos del aire para respirar. No existe un espejito -virtual o mágico- que nos diga lo que queremos escuchar.
Supongo que lo que somos forma parte de lo inefable. Me hace gracia pensar como un filósofo, imponiendo mis dogmas materialistas, mi intransferible visión del mundo. No digo que el filósofo sea un dictador, ni que imponga. Pero lo cierto es que todo filósofo es amante de la Verdad. Y ningún buen amante minusvalora a su pareja ante los demás ni ante sí mismo.
El filósofo ve en su teoría el mundo entero a sus pies, fórmulas ontológicas y epistemológicas, fruto de su propio quehacer filosófico. Me imagino al bueno de Descartes sentado al lado de la estufa congratulándose por su descubrimiento –pienso, luego existo-. O al pobre Malebranche sufriendo intelectualmente la visita de Berkeley. Y más que intelectualmente. La visita del empirista inglés acabó con la vida del filósofo francés, en el que se conoce como el primer asesinato filosófico.
También pienso en el bueno de Gottlob Frege, reconociendo el error en su teoría sobre conjuntos como aquel al que le han quitado el suelo. Un jovencísimo Bertrand Russel había descubierto que su sistema sufría de una paradoja insalvable. El alemán, que había dedicado gran parte de su vida a ese trabajo, no se lo tomó mal. “Bueno, otros vendrán que me pongan un parqué nuevo” se dijo.
Wittgestein comprendió como nadie la importancia de la filosofía. De ese arrebato que nos envía con una pequeña lámpara a alumbrar el universo. De esa necesidad de buscar la Verdad. Porque ¿dónde aferrarnos? Incluso un escéptico se agarraba a la verdad de que no hay verdad. Dicen que Wittgestein mató dos veces a la filosofía -la primera diciendo que sobre el objeto de la filosofía no se puede hablar, y luego reduciendo el universo a palabras- y yo no lo creo.
Decir que la filosofía es superchería no es quitarla ese encanto mágico. Es simplemente un aviso. La filosofía podrá guiarnos con pasos firmes, pero no tendremos la certeza universal de una ecuación. La filosofía pasa a ser un sentimiento, incluso un instinto de gran belleza. La filosofía es guía para los demás y camino para nosotros.
El los otros me veo a mí, pero de manera imperfecta y distorsionada. En los ojos de la persona amada nos vemos de manera lejana, arropada por el calor o el frío de la persona que nos mira. Pero si buscamos nuestra alma es para completar nuestra soledad, radical soledad del que se sabe radicalmente diferente.
Esto es algo que escribí el 3 de febrero de 2005, debidamente mutilado y editado. En algunas cosas sigo conforme, otras me chirrían los oídos. Si lo he editado ha sido por quitarle peso, no por arrepentimiento. Por algo me hice filósofo, y por algo reniego de ello.
1 comentario:
A veces, considero el Paraiso como lo que dices al principio, como la posibilidad de pasar tiempo conociendo el alma... disfrutando un porcion de eternidad. Pero tras la lectura de la baraja de ideas y gentes filosóficas, al final resulta imposible odiar lo que amas, casi tanto como amar lo que odias... y naturalmente, el espejo está en el otro, ¿te has mirado en los ojos de un niño?¿o una niña?...
Publicar un comentario