Siempre he sido amante de las luces melancólicas y cobrizas del otoño. El olor a tierra mojada de las primeras lluvias, los días cada vez más cortos. El desnudo de los árboles, los cielos grises y la vuelta a los abrigos. El otoño es el retorno al invierno, que invita a quedarse metido en la cama debajo del edredón, al lado de una buena estufa o una buena hoguera. El monte se tiñe de marrón y el verano, con todo lo bueno y lo malo, se convierte en una fotografía del pasado.
Y por delante el invierno, que representa la muerte del año y su renacimiento en enero. Oscuro, introspectivo y amigo del recogimiento. Antiguamente el trabajo sufría una transformación durante la última estación del año, transladándose de los campos y las villas a los hogares, donde se fabricaban herramientas y prendas de vestir para el resto del año. Y también se forjaban numerosas historias y leyendas, misterios y la fantasías.
Sin embargo, los inviernos también eran momentos difíciles, en los que la enfermedad y la superstición hacían mella en los corazones. Mucha gente guarda en el recuerdo el frío, la noche y el miedo que cala en los huesos con el viento invernal. El hambre de las cigarras y todos aquellos poco previsores, la eficencia de los depredadores desesperados y la gélida indiferencia del hielo. El coma al que se somete la naturaleza durante el invierno es terrible y precioso, letargo de muerte y de vida.
Creo que este último invierno ha sido largo y terrible. Porque desde hace meses, sino años, el estado anímico del mundo se ha ido marchitando bajo toneladas de superficialidad. Durante el anterior verano de prosperidad debimos olvidar que no sólo vivimos del progreso material y económico. En esa fiesta en la que nos creímos invencibles, no nos percatamos de que los brotes que plantamos en el origen se habían convertido en enormes árboles, de largas y frondosas ramas.
Con el otoño, sin embargo, las hojas cayeron y empezaron a cubrirnos. Lo que en un inicio parecía una consecuencia más de nuestras quiméricas esperanzas de progreso, poco a poco fue cubriéndonos y adormeciéndonos. Bajo la lluvia de hojas no nos dimos cuenta de la llegada del invierno. El frío empezó a colarse en nuestros corazones, empezando por el miedo. Al terror, al fin de la prosperidad. Empezamos a deshacernos de las libertades heredadas durante el verano cálido y proífico, como quien suelta lastre ante un inesperado accidente aerostático.
Las hojas de aquel largo otoño nos hicieron inmunes a las desgracias de El Niño, de los terremostos de Irán, de las sequías en África, a la violencia en latinoamérica o la explotación en Asia. Al revés, en este invierno los casquetes polares se deshacen y los bosques mueren por el hacha. Los animales no temen al clima, que cada vez les castiga con mayor dureza, y teme a los hombres. Porque en Nueva Orleans y, más aun, en Haiti, la desgracia fue herencia de la desidia de antiguos gobernantes.
Ahora, los ciclones azotan Europa y Chile sufre el golpe de un terrible terremoto. Todo en medio de una crisis económica que más que hundir los bolsillos, ha hundido las esperanzas e ilusiones. Los ricos se han retirado a sus fortalezas, los bancos han cerrado sus puertas y esperaran que el clima, o nuestra imperfecta humanidad, acabe con nosotros.
La vida son ciclos y es nuestro privilegio dotarlos de sentido. Que esta vez no se nos olvide.
Salud & aventura, y feliz primavera a todos. Aunque no lo creáis, aquí están las primeras semillas.
Y por delante el invierno, que representa la muerte del año y su renacimiento en enero. Oscuro, introspectivo y amigo del recogimiento. Antiguamente el trabajo sufría una transformación durante la última estación del año, transladándose de los campos y las villas a los hogares, donde se fabricaban herramientas y prendas de vestir para el resto del año. Y también se forjaban numerosas historias y leyendas, misterios y la fantasías.
Sin embargo, los inviernos también eran momentos difíciles, en los que la enfermedad y la superstición hacían mella en los corazones. Mucha gente guarda en el recuerdo el frío, la noche y el miedo que cala en los huesos con el viento invernal. El hambre de las cigarras y todos aquellos poco previsores, la eficencia de los depredadores desesperados y la gélida indiferencia del hielo. El coma al que se somete la naturaleza durante el invierno es terrible y precioso, letargo de muerte y de vida.
Creo que este último invierno ha sido largo y terrible. Porque desde hace meses, sino años, el estado anímico del mundo se ha ido marchitando bajo toneladas de superficialidad. Durante el anterior verano de prosperidad debimos olvidar que no sólo vivimos del progreso material y económico. En esa fiesta en la que nos creímos invencibles, no nos percatamos de que los brotes que plantamos en el origen se habían convertido en enormes árboles, de largas y frondosas ramas.
Con el otoño, sin embargo, las hojas cayeron y empezaron a cubrirnos. Lo que en un inicio parecía una consecuencia más de nuestras quiméricas esperanzas de progreso, poco a poco fue cubriéndonos y adormeciéndonos. Bajo la lluvia de hojas no nos dimos cuenta de la llegada del invierno. El frío empezó a colarse en nuestros corazones, empezando por el miedo. Al terror, al fin de la prosperidad. Empezamos a deshacernos de las libertades heredadas durante el verano cálido y proífico, como quien suelta lastre ante un inesperado accidente aerostático.
Las hojas de aquel largo otoño nos hicieron inmunes a las desgracias de El Niño, de los terremostos de Irán, de las sequías en África, a la violencia en latinoamérica o la explotación en Asia. Al revés, en este invierno los casquetes polares se deshacen y los bosques mueren por el hacha. Los animales no temen al clima, que cada vez les castiga con mayor dureza, y teme a los hombres. Porque en Nueva Orleans y, más aun, en Haiti, la desgracia fue herencia de la desidia de antiguos gobernantes.
Ahora, los ciclones azotan Europa y Chile sufre el golpe de un terrible terremoto. Todo en medio de una crisis económica que más que hundir los bolsillos, ha hundido las esperanzas e ilusiones. Los ricos se han retirado a sus fortalezas, los bancos han cerrado sus puertas y esperaran que el clima, o nuestra imperfecta humanidad, acabe con nosotros.
Primavera, diversidad y aire fresco. De JimeBrasil.
in embargo, últimamente, lo único que veo son indicios de una nueva primavera. Lo huelo en el aire, lo veo en el cielo. Quizá sea sólo sea una consecuencia climática, pero siento que es algo más. Como si el último invierno me hubiese hecho recordar las primaveras, dotándolas de un sentido. Nunca he tenido tantas ganas de que llegase el deshielo que ha mantenido entumecidos los corazones. Es un olor, es una sensación vibrante.La vida son ciclos y es nuestro privilegio dotarlos de sentido. Que esta vez no se nos olvide.
Salud & aventura, y feliz primavera a todos. Aunque no lo creáis, aquí están las primeras semillas.
6 comentarios:
Efectivamente, creo en los brotes verdes, y lo que has escrito es un buen ejemplo, esperemos la esperanza, llega siempre...
Yo creo en los brotes verdes, tu escrito es un buen ejemplo, llega la primavera... esperémosla, siempre llega, pero a veces ni la vemos, esta vez, fijémonos, es bellísima... casi tanto como el otoño...
¡cielos!... algo va mal, el primer comentario no salió, por lo que hice el segundo, ahora, paso por el blog y veo cero comentarios, me meto y hay dos, los dos mios... ¡sera el duende del final del invierno! cabreado, hace de las suyas...
Así me gusta, no sabes qué alegría al ver 3 comentarios en un post...
Se nos olvidará. Es por eso que los ciclos de la vida tienen sentido.
Y no será que los mayas tenian razón y que el fin del mundo se está acercando?????
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